Siglo XIV. Un pequeño monasterio perdido por el nordeste de Europa. Es invierno y hace un frío seco, severo, muy tenso. Los siete monjes siempre viven ahí, nadie está de paso y después se va, no, nadie. Las horas son eternas.
Los monjes son tipos muy duros. Entre oraciones y misas dedican el tiempo libre a cosas extrañas, cada uno tiene su locura. Uno cuida el huerto de forma enfermiza; otro escribe no se sabe qué a la luz de unas velas en la biblioteca; otro, el más joven, cuida de las cabras y gallinas que les proporcionan huevos y leche; también hay un monje dedicado a las labores en aquellos tiempos propias de mujeres como la cocina, el control del menaje y la mínima higiene de la sala común en la que comen todos juntos dos veces al día. Otro de los monjes invierte sus ratos libres en largos paseos por las inmediaciones del monasterio y el mayor de los monjes, de unos ochenta y tantos años, pasa las horas sentado en la cocina, el único habitáculo que se mantiene caldeado gracias al fuego del hogar que dicha estancia alberga. Yo que se, son monjes, tipos raros que han decidido encerrarse en ese monasterio y dedicar su vida a servir a un Dios como por inercia. El Padre Prior, un monje de unos sesenta y cinco años a lo sumo, es el elemento cohesionador del grupo.
Los monjes son tipos muy duros. Entre oraciones y misas dedican el tiempo libre a cosas extrañas, cada uno tiene su locura. Uno cuida el huerto de forma enfermiza; otro escribe no se sabe qué a la luz de unas velas en la biblioteca; otro, el más joven, cuida de las cabras y gallinas que les proporcionan huevos y leche; también hay un monje dedicado a las labores en aquellos tiempos propias de mujeres como la cocina, el control del menaje y la mínima higiene de la sala común en la que comen todos juntos dos veces al día. Otro de los monjes invierte sus ratos libres en largos paseos por las inmediaciones del monasterio y el mayor de los monjes, de unos ochenta y tantos años, pasa las horas sentado en la cocina, el único habitáculo que se mantiene caldeado gracias al fuego del hogar que dicha estancia alberga. Yo que se, son monjes, tipos raros que han decidido encerrarse en ese monasterio y dedicar su vida a servir a un Dios como por inercia. El Padre Prior, un monje de unos sesenta y cinco años a lo sumo, es el elemento cohesionador del grupo.
-Pues abrir...¡¡apartaos!! -y abriendo la pequeña portezuela a la altura de la cabeza y acercando una vela pregunta: ¡¿Quién hay? ¿quién golpea la puerta de este monasterio?!
-¡Abrid en nombre del Papa! -responde una voz desde el exterior
Al oír semejante pedigrí, Padre Prior ordena que las puertas del monasterio sean abiertas.
Ante los monjes aparece un personaje de facciones rudas pero nobles, vestido con finos ropajes diríase que militares y asiendo con una mano el estribo del caballo.
-Disculpad mi perturbadora intromisión, se que estas no son horas de acudir a un monasterio pero mis órdenes son claras y concisas. El mismo Papa Clemente VI junto al resto de -Ohhh! -exclaman los ahora ya cuatro monjes que se han acercado a ver lo que ocurría junto al Padre Prior.
-¡Ábralo Padre Prior, ábralo a ver que pone! -exclaman con infantil curiosidad.
El Padre Prior se guarda el sobre y dirigiéndose al Emisario...
-Muchas gracias, su trabajo ha concluido aquí. Quédese a pasar la noche si lo desea que no le ha de faltar ni lecho, ni alimento con el que reponer fuerzas para continuar su arduo camino.
-Gracias pero no, aún tengo un largo viaje por delante y el invierno está cerca. Tiempo habrá para el descanso.
De esta forma tan concisa el Emisario se despide, monta en su caballo y se marcha al galope.
El Padre Prior ordena a los monjes ir a dormir. Mañana, si es pertinente, les explicará el contenido del mensaje papal.
Una vez en su habitación y a la vez despacho, el Padre Prior, ya en calma, decide abrir con cuidado el sobre. Nunca antes se había sentido tan importante como en estos precisos instantes, el Papa se le dirigía a él, un anónimo prelado de un minúsculo y remoto monasterio. Saca la carta, la abre y comprueba que lleva la firma del mismísimo Papa, el texto, que está en latín, dice más o menos lo siguiente:
Apreciado miembro de la Iglesia,
Después de años de concienzudo estudio y comparación de los históricos documentos que se conservan tanto en el Vaticano como repartidos por las más documentadas bibliotecas de la cristiandad, he de comunicaros sin temor a equivocarme y de forma clara y rotunda que Jesús no es hijo de Dios. Nuestra Iglesia se fundamenta en los bienintencionados textos que recoge
He podido también constatar por diversas fuentes que fue el Emperador Constantino quién redactó el Credo a su conveniencia durante el Concilio de Nicea. Es más, tras dos años de deliberación y maduración he de comunicaros que el Dios en el que hemos creído hasta ahora es tan o tan poco válido como las divinidades romanas, helénicas o egipcias.
Ante este nuevo y desolador horizonte, yo, Clemente VI, como máximo representante de
CLEMENTE VI
-Venga, vamos a tomarnos un caldito a la cocina que tengo que deciros algo...